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Durante seis meses en 2022, los 140 módulos de la torre Nakagin sobrevolaron el cielo de Tokio por última vez, mientras una grúa los separaba de los núcleos, previo a la demolición del edificio. El Nakagin, un hito del movimiento metabolista, fue diseñado para cambiar con la ciudad y sus habitantes (Kurokawa, 1972) —un edificio de módulos reemplazables y piezas reparables, epítome de la retroadaptación—. Tras una década de esfuerzos por salvarlo, e incluso después de ser declarado monumento en 2006, el edificio fue demolido. Entre los motivos se citaron diversas preocupaciones: altos costos de reparación, la presencia de asbesto en el edificio, el hecho de que ya no cumplía la normativa sísmica japonesa y su “uso ineficiente de bienes inmuebles de primera calidad en el centro de Tokio” (Lin, 2011; Oshima, 2020; McCurry, 2023). En otras palabras, la tecnología, estándares de salud, códigos de edificación y presiones económicas sobre su contexto urbano cambiaron más rápido de lo que podían sustituirse sus cápsulas. Un edificio diseñado para la adaptación resultó muy poco apto para el cambio
El cambio es una constante en la vida, pero no es sencillo para la arquitectura: ni siquiera nuestras herramientas y procesos están equipados para ello. Diseñar es un proceso gradual que implica un acuerdo entre las partes interesadas: diseñadores y usuarios, pero también ingenieras, trabajadores de la construcción, autoridades urbanas y financistas. Este acuerdo se plasma en un proyecto que puede interiorizar el cambio sólo hasta cierto punto. La ventana de oportunidad se cierra o se convierte en un gasto suntuario cuando la construcción está en marcha. E incluso cuando se planifica o diseña, como Nakagin, los resultados son impredecibles en el mejor de los casos, o despilfarradores e ingenuos en el peor, porque el cambio en sí mismo es impredecible.
Si algo queda claro sobre el cambio en los artículos de este número es que es más fácil comprenderlo en la historia que predecirlo y, por tanto, diseñarlo. El problema de defender “una arquitectura para el cambio” como una tabula rasa es la sobredeterminación de cómo debe producirse el cambio; en la Torre Nakagin, la posibilidad de cambio pendía (literalmente) de la conexión entre las cápsulas y la estructura y del costoso uso de grúas. Ambas resultaron inviables, y tras darse cuenta de que sería imposible desconectar una cápsula sin extraer a sus vecinas, la supuesta libertad e individualidad de esta arquitectura del cambio dio un giro irónico. El actual clima político y ecológico exige que tratemos el cambio no tanto como una alternativa individual, sino como una necesidad colectiva si queremos sobrevivir en y con este planeta. Pero para trabajar con el cambio en arquitectura no necesitamos preverlo y diseñarlo, sino que podría irnos mejor transformando: creando condiciones para este en edificios existentes (extracto editorial).
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