La educación es un acto deliberado. Requiere de la creación de instituciones y estándares, la organización de currículos, el trabajo de profesores y estudiantes. Las escuelas planifican actividades y prácticas espaciales, la arquitectura organiza el espacio físico. La arquitectura de la educación, o la relación entre ambas, superpone estas dos formas de diseño, espacial y curricular. La experiencia de aprendizaje tiene un componente espacial y, desde la década de 1970, diversas investigaciones han analizado la gravitancia de una sobre la otra, revisando, por ejemplo, cómo la distribución espacial, el mobiliario o las ventanas influyen en el aprendizaje. Aunque podríamos pensar que esto ocurre entre cuatro paredes o confinado a un lugar particular, la arquitectura de la educación tiene repercusiones en la sociedad completa.
Los espacios para el aprendizaje reflejan la responsabilidad colectiva de la sociedad hacia la educación y proyectan el papel de una institución particular en la formación de esa sociedad. No es raro que Benedict Anderson sitúe las escuelas, junto con museos, bibliotecas y otras instituciones que transmiten conocimiento, como instrumentos fundamentales del Estado nación decimonónico, donde la educación sirve como un conducto para los valores que sustentan a la nación como una “comunidad política imaginada”. Llevándolo a un plano espacial, Foucault describió el aula como un artefacto del siglo XIX, un ejemplo aplicado de la “microfísica del poder”, donde los “cuerpos dóciles” de la sociedad se transforman en ciudadanos modelo mediante el control, el ejercicio y la supervisión. La arquitectura de la educación puede ser más que la representación de la institucionalidad o un artefacto operativo.
Este número de ARQ arroja luz sobre algunos de los desafíos pasados y futuros de la educación. Después de la pandemia, muchos países de América Latina enfrentan un creciente abandono escolar y una ampliación de las brechas en las experiencias de aprendizaje. Creemos que, en este contexto, es esencial pensar en la educación como un programa desencapsulado, abierto a las necesidades de las comunidades, donde el diseño vele por colectividades diversas y la política pública valore el aporte urbano y cívico que pueden significar los establecimientos educacionales. Se trata de entender a los estudiantes más que como usuarios o clientes, como ciudadanos.
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