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En 1926, Walter Gropius presentó un diagrama de densidades habitacionales que calculaba el distanciamiento entre edificios en forma proporcional a su altura, de manera que cada bloque de viviendas recibiera una cantidad apropiada de luz. Poco después, en 1931, Adams, Lewis y Orton argumentaron que la belleza del skyline de Manhattan se debía al ‘efecto masa’: un conjunto de edificios de distintas alturas, formas y fachadas ubicados muy cerca unos de otros (Koolhaas, 1994). Mientras la primera imagen afirma el valor de la racionalidad, la segunda argumenta a favor de la falta de reglas. Una defiende el orden y la otra, la anarquía. Ambas expresan el debate entre planificación y libertad. La arquitectura habitualmente ha estado más cerca de la primera, pues tanto sus herramientas (el diseño y la previsualización) como su objetivo (la definición de un orden) hacen difícil que sus productos contengan
la imprevisibilidad de la segunda. De hecho, si esa espontaneidad ha llegado a ser discutida en la arquitectura ha sido porque alguien la ha encontrado afuera, como cuando Rudofsky observa las construcciones vernáculas o cuando Turner propone a las barriadas peruanas como modelo. Sin embargo, la libertad es más que un debate representado a través de imágenes arquitectónicas. La libertad no es una elección estética. Es un problema político.
En estos términos, hablar de libertad nos obligaría a posicionarnos entre extremos: entre un laissez-faire en el cual en nombre de la libertad individual cada uno hace lo que quiere y un totalitarismo donde la libertad individual se hipoteca en función de algo mayor. Ambos extremos tienen zonas oscuras. El laissez-faire que permitió el skyline de Manhattan es también el que ha posibilitado una suburbanización que ha hecho colapsar metrópolis y economías. A su vez, cuando ha sido llevada a la realidad en grandes conjuntos de vivienda, la racionalidad del diagrama de Gropius ha terminado por generar alienación a escala urbana. Dada la inviabilidad de ambos extremos, la respuesta obvia sería tomar un ‘justo medio’. Esa posición políticamente correcta – evidente, por ejemplo, en los argumentos de la X V i Bienal de Arquitectura de Venecia llamada «Freespace» – es la que este número de ARQ intenta justamente evadir.