Nuevamente, las catástrofes que de cuando en cuando toman por sorpresa a las ciudades chilenas dejan al descubierto su última capa: el frágil sustrato sobre el cual literalmente hemos construido nuestra realidad urbana. Durante abril terremotos e incendios sacudieron distintas regiones del país y removieron –crudamente– lo accesorio y perecible, quizá recordándonos el porqué del afecto por las estructuras pesadas y la mala fama que lo liviano tiene en nuestra cultura. ¿Y qué es lo que queda tras los incendios en ocho cerros de Valparaíso o luego de sucesivos terremotos en el norte de Chile? ¿dónde es viable reconstruir, dónde es apropiado refundar, dónde es necesario replantear?
Desde esa perspectiva, la revisión de las imágenes de barrios completos destruidos por el fuego en Valparaíso es dura y elocuente, y levanta varias preguntas respecto al rol social de los arquitectos y a su capacidad actual de moldear el mundo construido. Y una de esas preguntas, una que parece tan pertinente como trágica, se refiere a la urgente y deseable calidad de nuestras ruinas. Y probablemente –siguiendo el argumento de Brinckerhoff Jackson– ella apela también a la comprensión de la propia historia, marcada por ciclos y desapariciones.
En esa encrucijada es donde los arquitectos tendríamos un primer campo que cautelar, una urgencia inicial que se desplegaría en cada proyecto y que intentaría atender a la responsabilidad social inherente a la práctica arquitectónica: proveer la mejor ruina posible, en cuanto estructura capaz de constituirse en patrimonio (en el sentido más prosaico de la palabra) y por tanto ser capaz de persistir, al tiempo que posibilitar el cambio a lo largo de esa vida prolongada.
Tanto las ruinas en los cerros incendiados de Valparaíso como los barrios arruinados de Alto Hospicio en Iquique dan cuenta del rol clave que tiene el trazado urbano en la construcción de una buena ruina: desde la forma y tamaño de los sitios hasta la relación entre las redes viales y de infraestructura con la topografía. Más indeleble que muchos edificios, tras una catástrofe ese trazado podría ser el principal sobreviviente. La precisión de un trazo, incluso si sólo es una marca de tiza en el suelo, puede hacer la diferencia entre una ciudad capaz de capitalizar la más modesta de las inversiones y otra que no logra levantarse a pesar del mejor programa asistencialista posible de implementar.
Este número de ARQ intenta concentrar la mirada en esas decisiones, las más primarias de la forma arquitectónica, siguiendo el notable ejemplo de Fernando Castillo Velasco en Villa La Reina y haciendo eco de la importancia de esos elementos fundantes para la consolidación de ciudades (y sociedades) más justas, inclusivas y equitativas. Si hay una buena ruina, no todo está perdido, aunque esa ruina sea quizá solo una distancia o una dirección, marcada con cuidado en el suelo (extracto editorial).
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